Por Belu Salgado.
Mamá de dos bebés que ama compartir y conectar con otras a través de las redes. Socia de una marca líder en skincare, con un negocio global y flexible que me permite disfrutar viendo a mis hijos crecer.
Cuando nació mi primer hijo el momento de dormirlo siempre fue pura tensión. Me estresaba apoyarlo en la cuna y que se despierte, me molestaba no poder consolarlo por tener los barrotes de por medio, me angustiaba si lo acostaba en mi cama porque creía “que no se iría más”. Como buena nerd hice todos los cursos sobre sueño, estudié todos los tips que encontré y, después de sentirme derrotada durante cuatro meses, entendí que nada de todo eso era para nosotros.
Los horarios estrictos, el ruido blanco o las cunas de madera, no eran para nosotros. Mi bebé se dormía a upa, al lado, abrazado o hamacado. La clave estaba en que se sienta seguro. Fue así como acepté ser su guardiana del sueño. Pero conforme iba creciendo, ese lugar seguro que era acostarse conmigo tuvo que acomodarse para que no se golpeara la cabeza cuando se giraba dormido y se caía de la cama.
Probamos así poner un colchón en el piso. No tenía altura, barras, ni tampoco distancia entre él y yo. Lo abrazaba, se dormía, y yo podía seguir haciendo otras cosas mientras él quedaba seguro y tranquilo en su descanso. Comenzó a gatear y podía subir y bajar solo. Se convirtió en un espacio de juego. Buscando una solución a algo muy específico, encontramos un espacio para conectarnos desde otro lado.
Ya no era simplemente un colchón para dormir la siesta. Era una parte blanda en una habitación dura, un lugar donde caer sin lastimarse, una montaña de almohadas que tiraba y volvía a armar. Luego le regalaron una camita también al piso, con laterales que acompañaban nuestro colchón tamaño bebé. Y así, con pequeños muebles a la altura de sus necesidades es que fuimos armando su cuarto.
Hoy Facundo ya tiene dos años y medio. Heredó una cama grande y se emociona cada vez que se sube con ayuda de un banquito. Dice que ya no es bebé, que tiene colchón y sábanas nuevas y que su cama tiene rueditas para que la pueda mover. Eligió regalarle su cama chiquita a Bauti, su hermano, que recién está comenzando el proceso de gateo y ya podrá subir y bajar solo también.
A veces se meten los dos en la “cama de bebés”. Montamos una carpa arriba con lucecitas y leemos libros, contamos historias o escuchamos música. A veces se suben los dos a la cama nueva o terminamos los tres metidos en mi cama.
Hoy, después de haber recorrido el camino, sé que no es simplemente “hacerlos dormir”. Es conectar, acunar, abrazar. Ser su nido, un lugar seguro, como lo fui durante 9 meses y como espero seguir siendo toda la vida.
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